El árbol de pañuelos - Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas

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Julio caminaba lentamente por las calles de la ciudad. Con frecuencia miraba atrás por si alguien le seguía. Tenía miedo de todo, de encontrarse con algún conocido, con la policía o con algún ladrón. Se sentía mal y tenía hambre y frío. Diciembre avanzaba rápidamente y pronto llegaría Navidad. ¿Qué iba a hacer? En la cartera no le quedaba ni un billete, y en todos los lugares donde había solicitado trabajo, le habían dicho que por ahora era imposible, que volviera el año próximo, que tal vez si las cosas mejoraban... Para saciar su hambre se había ofrecido en un restaurant a lavar los platos a cambio de comida, pero cuando lo vieron sucio y con la barba de varios días imaginaron que era un mendigo o un malandro y le dijeron de malas maneras que ya tenían quien lavara los platos, que no lo necesitaban, que si no se iba de allí iban a llamar a la policía.
Julio había llegado a la ciudad con mucho dinero, pensaba que no se le iba a acabar nunca y se lo gastaba a manos llenas, sin pensar en el mañana. Mientras tuvo dinero, le sobraron los amigos, pero cuando lo Dieron sin nada y medio enfermo le fueron dando la espalda y lo dejaron solo. Cuando caminaba sin rumbo por las calles de la ciudad que ahora le parecía tan inhumana y hostil, se acordaba mucho de sus padres y hermanos. ¡Qué felices debían estar en el pueblito! ¿Se acordarían de él? ¿Qué pensarían cuando se enteraran de que había malgastado todo el dinero que le habían dado para que él estudiara? Tanto sacrificio, tanto trabajo, tanta ilusión de que él sí iba a echar adelante y allí estaba, solo y desolado, sin amigos, sin dinero, sin estudios, con el terrible peso de sentir que había engañado a la familia y que había destrozado sus ilusiones. ¿Podrían perdonarlo?
Enfrentaría las dudas y les escribiría una carta. Les diría la verdad de todo y cómo vagaba por las calles hambriento y sin tener donde dormir. Si lo perdo­naban, volvería a la casa y trabajaría sin descanso para reponer todo el mal que había hecho, se olvidaría de fiestas, no exigiría nada para él. ¿Y si no lo perdona­ban? Esta idea martirizaba a Julio y no le dejaba descansar. Bueno, si no lo perdonaban, se echaría a rodar por la vida, o se la quitaría, ¿para qué seguir vi­viendo sin nadie que lo quisiera, sin ideales, sin horizontes ni esperanza?
El padre de Julio volvía agotado del trabajo del campo. Le pesaban mucho ya los años y cada día se cansaba más.
-Papá, papá, Julio ha escrito una carta. Léela, papá, que no aguantamos las ganas de saber cómo le va.
Los ojos del padre se iluminaron de ilusión. «Por fin se decidió a escribirnos el muchacho. Seguro que esperó a que comenzaran las clases para tener algo importante que decirnos». El padre se lavó las manos, se sentó en la mesa de la cocina y abrió la carta con manos temblorosas. A mitad de la lectura, levantó hacia su mujer unos ojos llorosos, cargados de dolor.
- María, María... -y la voz se le quebró.
- ¿Qué pasa, Antonio? ¿Le ha sucedido algo malo a Julio? ¿Está enfermo? ¿Qué pasa, dinos, Antonio? Lee en voz alta la carta que no aguanto las ganas de llorar.
El padre empezó a leer con voz ahogada por la emoción y el sufrimiento: «Queridos padres y herma­nos: Quiero pedirles perdón por lo mal que me he portado, por los enormes disgustos y el dolor que van a sentir al leer esta carta, por no haberme acordado de ustedes, por no haber cumplido ni un solo día con mi obligación de estudiante, por haber botado y malgastado todo el dinero que me dieron para conseguir un buen futuro. Estoy enfermo, sin un centavo, solo, hambriento, desesperado...»
Antonio dejó de leer y colgó sus ojos de los de su mujer y los hijos que escuchaban atónitos. Tragó saliva y continuó le lectura: «Si ustedes me perdonan y están dispuestos a recibirme, pongan un pañuelo blanco en el árbol que hay frente a la casa. Yo pasaré en el autobús la víspera de Navidad. Si veo el pañuelo en el árbol, bajaré e iré hacia la casa. Si no, comprenderé y proseguiré mi viaje, aunque no sepa a dónde ir».
A medida que el autobús se acercaba al pueblito, Julio se iba muriendo de los nervios. ¿Estaría colgado el pañuelo en el árbol? ¿Serían capaces de perdonarlo sus padres y hermanos? Pronto lo sabría, el autobús estaba dando la última vuelta antes de enfilar por la calle principal del pueblo. Entonces vio el árbol: estaba tan lleno de pañuelos blancos que parecía que hubiera nevado.
Cuando el autobús se detuvo en la estación y Julio descendió con los ojos y el corazón atravesados de emoción y de llanto, encontró que toda la fami­lia estaba allí, sonrientes, felices, llenándole de abrazos.
El principal principio pedagógico es querer a los alum­no. En educación es imposible ser efectivos si no somos afectivos. Ningún método, ninguna técnica, ningún currículo por abultado que sea, puede reemplazar al afecto en educación. Querer a todos los alumnos, en especial a los que más lo necesitan, los que tienen más carencias y problemas. Querer al alumno supone creer siempre en él, en su capacidad de cambiar y de crecer, tener expectativas positivas sobre sus posibilidades, alegrarse de sus avan­ces y logros aunque sean parciales, estar siempre dispuesto a tenderle la mano, a darle otra oportunidad. El amor verdadero no etiqueta a las personas, no guarda rencores, no promueve venganzas; perdona sin condiciones , recibe con alegría, no pierde nunca la esperanza.
Los waraos para decir perdón, dicen: olvido.

Recuperado para fines educativos del libro:
Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarin